Las paradojas de la violencia

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Los “violentos” han puesto un poco de cordura en el fútbol. El mensaje fue claro: “Si hay un muerto no se puede jugar”.

La suspensión del partido San Lorenzo – Velez ha generado todo tipo de análisis políticamente correctos y algunos coyunturales (como el descontento de la cúpula policial con la Ministra Garré) que pueden explicar los hechos puntuales pero no la dinámicas generales de lo que sucede en los estadios.

Los hinchas han suspendido el partido, y han puesto de manifiesto que quizás ahí, en “el nudo de la violencia”, es donde paradójicamente ha emergido un poco de sensatez y humanidad.

No ha sido la policía, ni el árbitro, ni los dirigentes los que han suspendido el partido cuando se conoció la muerte de un joven trabajador como Ramón Aramayo. Ha sido la tribuna, por que no decirlo, “La Barra”. Si hay un muerto, no se puede jugar.

Un llamado la atención al conjunto del mundo del fútbol y de la sociedad. ¿En que estamos pensando cuando vemos un partido de fútbol mientras alrededor explota el conflicto?

En este tipo de hechos es cuando se demuestra la superficialidad del discurso de la connivencia triangular entre dirigencia política –  futbolística, policías y barras. Exponen el soporte real y la importancia que tienen para el hincha la existencia de la “barra brava” y la espantosa doble moral imperante en el ambiente futbolero. La condena de la violencia en abstracto es la condición para el disciplinamiento del hincha, la justificación del accionar policial y el mantenimiento del statu quo futbolístico en un solo acto.

La existencia de las barras es un hecho mucho más complejo y no puede ser reducido a este aspecto instrumental económico y político, hay una funcionalidad social, un rol social que da legitimidad mucho más allá del “aguante”.

Puede ser que las familias, ciertos grupos de hinchas que no asisten regularmente a los estadios, dejen de ir a la cancha durante algún tiempo más o menos prolongado si se producen incidentes violentos.

Sin embargo, para el hincha (cualquiera sean sus colores), que asiste regularmente a los estadios y sobre todo que asiste a ver a su equipo de visitante esto es claramente la alteración de una rutina cultural que involucra tradiciones, administración de momentos de ocio, experiencias familiares y seguramente otras razones sociales bastantes arraigadas y legítimas. Para este grupo de hinchas, dejar de ir, no es una opción razonable, y en realidad objetivamente parece bastante injusta; en esta situación “la barra” es, en ultima instancia, su garantía..

Las barras efectivamente producen hechos de violencia condenables, pero en ciertas condiciones (como las actuales y particularmente las del domingo en las inmediaciones del José Amalfitani), para el hincha es absolutamente funcional. Necesita un resguardo contra otras hinchadas, un cuerpo organizado capaz de centralizar cierta información que individualmente no es procesable, protección frente al accionar policial o los abusos a los que son sometidos por los clubes locales, entre una infinidad de etcéteras.

Resultan bastante sospechosos entonces los discursos que tienden a estigmatizar al fútbol como un espacio violento, cuando esa violencia viene materialmente realizada a través de una fuerza de seguridad del estado.

La asociación entre fútbol y violencia es falsa en este caso particular y tendenciosa en general y tiende a imponer regímenes cada vez más duros a los asistentes a los estadios cuya expresión máxima es la prohibición de la asistencia de público y su hermana menor la prohibición de la parcialidad visitante. Este abordaje de este tipo de hechos descentran la mirada del proceso y la focalizan, la construcción criminalizante del “sujeto” “hincha”.

La construcción del estereotipo “hincha – barra – violencia”  en primer lugar oculta que hay otros actores involucrados, y muchas otras relaciones que vuelven al fenómeno una expresión social compleja y no un hecho policial aislado. El eslabón hincha es el punto de inicio y el final de una explicación circular y elitista en tanto es diferenciada con respecto a otros espacios sociales (el cine por ejemplo) o incluso establece diferencias clasistas al propio interior del futbol (los palcos por ejemplo).

La hiper regulación de la popular: no bebidas alcohólicas, no botellitas de agua, no encendedores ni fósforos, no banderas de x medida, no cargadores de celulares, no caramelos duros, no pirotecnia, y una lista extensísima de prohibiciones es una muestra de una definición de que sujeto y que lugares están en el centro del dispositivo. El cacheo, el retén, los circuitos, las esperas a puertas cerradas son las tácticas de administración de esta población.

En este punto debemos apartarnos de la superficialidad periodística y del discurso políticamente correcto de la condena a la violencia a secas. Hay que comprender antes de condenar. Debemos hacer el esfuerzo de superar esta visión estereotipada y derrotar la poca voluntad de comprender.

Para comenzar, se impone un cambio del foco. La víctima no es el fútbol. Este enunciado impersonal diluye las responsabilidades y oculta cierto malestar cuando se reciente algún bolsillo. La víctima es el hincha, en tanto está sujeto a un sistema de abusos, que en este caso terminaron con una muerte, pero que cotidianamente vulnera derechos en todos los estadios del país.

Si partimos de los derechos, y no de la regulación del conflicto quizás podamos comenzar otro camino.

Lic. Flavio Guberman
Sociólogo
feguberman@gmail.com

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